Capítulo 5
5
Más adelante, el
agente Miller, tendría mucho tiempo para reflexionar la expresión: nada es lo
que aparenta. Pero en aquel momento, cuando se enteró del enorme charco de
líquido rojo bajo la cabeza de la mujer tirada allí, comprendió que aquello no
era tan fácil.
—Oprima su frente
con el trapo, por favor —rogaba el hombre inmovilizado.
La mujer,
aparentemente estaba inconsciente.
Se levantó y
comenzó a revisar signos vitales. En el proceso se manchó con sangre y
comprendió que no había sido el procedimiento adecuado. Luego, como sucedía
siempre, tendría problemas legales por eso. Parecía haber allí, en el suelo,
tanta sangre como para llenar un balde grande.
“Mierda, esto es
grave” pensó.
—No se mueva de
allí —le advirtió al recién sometido al tiempo que volvía al coche patrulla—
urgiré la ambulancia.
Abrió la puerta y
notó como quedaban tres puntos de sangre marcados en el llamador. Más problemas
legales, pensó:
Se metió en el
coche, tomó el micrófono (porque no se había puesto el micrófono ese del
hombro) y llamó a la central:
—Aquí unidad 345,
central, cambio.
—Adelante.
—Ambulancia 10-14,
repito, 10-14. Tenemos posible deceso. Aún respira, pero leve. Repito 10-14.
—Entendido. En
menos de cuatro minutos estará unidad más cercana. ¿Todo controlado?
—Todo controlado.
Tengo a un sospechoso contenido.
Buscó, debajo del
asiento del pasajero, una caja de primeros auxilios y la tomó de inmediato.
Volvió a salir
hacia el lugar de la escena. Se agachó y comprobó, en efecto, que la sangre
seguía saliendo de una herida brutal en la frente. Apartó el trapo con cuidado
y la sangre, como si hubiera estado siendo contenida por ese siempre
instrumento de fibras volvió a correr. Aquello no era de un simple paño.
—Por favor —dijo
el hombre a su lado quien seguía tirado boca abajo, pero parecía interesado en
lo que le sucediera a su víctima.
—Ya viene una
ambulancia —dijo el agente Miller.
Y sí, le pareció
escuchar, a lo lejos el sonido de una sirena.
Jorge, angustiado,
miró los torpes procedimientos del policía sobre la herida de la muchacha y se
preguntó si a pesar de los esfuerzos por mantenerla viva, al final, moriría.
“Cuál es su flor
favorita” le había preguntado él a ella con la intención de que no perdiera la
conciencia. Que no se alejara del sitio. Que mantuviera los ojos abiertos y no
entrara en esa peligrosa zona donde ya no había regreso. El coma, el shock.
Ella, entre
inconsciente, porque estaba tratando de no quedarse fuera de combate había
dicho una sola palabra: violetas.
Entonces, él que
sabía de flores porque en la universidad, algo que le resultaba tan lejano en
distancia y tiempo, en una ocasión le tocó describir varias flores en la clase
de creación literaria. El objetivo era utilizar la mayor cantidad de adjetivos
sin repetir ninguna en una redacción y describir la belleza de las flores.
Recordó haber descrito pétalos, hojas, tallos, formas, colores… y el trabajo le
salió perfecto. Pero, y esto era lo interesante al escuchar, casi en un suspiro
la palabra violetas, le pareció volver a escuchar a una de sus compañeras de
exposición. Y es que al final, todos los participantes en la actividad, habían
tenido que exponer sus trabajos.
Teresa se llamaba
la compañera y ella, apasionada, había leído su trabajo sobre las violetas. Y
había sido tan intensa en sus descripciones que, en algún lugar de la memoria,
a él, se le habían quedado sus palabras:
“Las violetas son
las flores más hermosas de la naturaleza. Son pequeñas, pero tienen la
capacidad de esparcir su aroma en un radio mayor al de las otras flores. Es una
flor muy delicada, de pétalos anchos y alfombrados. Se debe regar dos veces al
día y no plantarla sobre tierra muy sólida, porque si no, no crece. La tierra
debe ser suelta para darle libertada a sus raíces…”
Es curiosa la
mente, porque en ese momento le vino todo eso como si una grabación muy vieja
se echara a andar en su cabeza. Y lo utilizó:
—Son las flores
más delicadas y hermosas de la naturaleza —dijo muy cerca a la muchacha quien
parecía a punto de desvanecerse.
Ella, como si
estuviera en una especie de charla sobre el asunto trató de sonreír y de
asentir.
—La tierra, para
sembrar una violeta debe de ser suave, casi suelta para que las raíces…
Y mientras le
decía esto, su mente, también, trabajaba en cómo pedir auxilio mediante el
teléfono ya que el único automóvil que pasara por allí en vez de detenerse a
ayudar había acelerado para alejarse de ellos. La única opción era marcar el
número de emergencias grabado sobre aquel papel de propaganda alimenticia el
cual aún tenía en la mano izquierda.
Pasaron varios
minutos los cuales a él le parecieron eternos antes de que, por fin, aquel
coche de policía se detuviera, cuando él pensaba que se largaría sin siquiera
fijarse en ellos.
Y cuando al fin,
el policía del interior se bajó le susurró a la casi desvanecida muchacha:
—Llegó la
caballería pesada.
Pero la caballería
pesada le había obligado a soltar de la frente de la muchacha la presión,
colocar las manos detrás de la nuca y luego tirarse boca abajo sobre el
pavimento.
Cuando sintió el
frío de las esposas alrededor de las muñecas se dio cuenta que la decisión de
ayudar, quizás, no había sido la más adecuada. Era la primera vez que algo así
sucedía en su vida. Ni siquiera en su violento país experimentó aquellas cosas.
Pero, y quizás también esto era parte de la decisión, se sentía bien al salvar
una vida.
Mientras el
policía se iba hacia la patrulla a pedir ayuda urgente, él se volvió a mirar a
la muchacha. Ahora la tenía, de su rostro, a unos tres metros de distancia
porque el policía le había obligado a tenderse boca abajo, pero en sentido
contrario al cuerpo de ella:
—Aguante un poco
más —le dijo—, el policía está llamando una ambulancia.
Sintió ganas de
llorar al verse así, pero, como decía su madre, era parte de las decisiones
personales. Uno tiene que atenerse a las consecuencias, aunque no le gusten.
Como metida dentro
de un algodón gigante, Hailée Smith, trataba de aferrarse a la realidad, a la
conciencia, pero cada vez le resultaba más difícil. Era como si algo, surgido
desde el fondo de su propio ser, la jalara hacia sí misma y la llevara hasta el
mundo de las sensaciones internas. Desvanecerse.
Pero la voz de
aquella persona, un hombre joven por el tono de su voz, insistía en mantenerla
consciente. Y, como él la había librado de las vendas y las ataduras, le creía.
No, no debía quedarse dormida.
No sentía, casi,
ya, los latidos del corazón. Ahora sólo sentía la profunda necesidad de
quedarse dormida. Morir, o simplemente, no estar allí.
Pero cuando él le
pidió que le dijera cuál era su flor favorita. Se lo dijo y él, de inmediato,
comenzó a hablarle de esa flor como si la conociera mucho mejor que ella.
“Es la más hermosa
de las flores de la naturaleza, pero la más frágil…”
Sí, era cierto.
Trató de sonreír, pero no pudo, o lo que salió, seguramente, fue una mueca. Y
volvió a desear seguir viviendo en el mundo terrenal. Pero, y esto era lo peor,
esa fuerza del interior, la que la llamaba a la inconsciencia, seguía tirando
de ella hacia el fondo.
Pero él, continuó
hablando. Diciéndole que todo estaría bien. Qué él estaba allí para ella. Que
la cuidaría. Que protegería de ella. Sintió ganas de llorar. ¿Cómo era esto
posible? ¿Cómo era posible que un desconocido estuviera allí ayudándole en
aquel momento tan raro, oscuro y hasta aciago? Le había pedido a Dios, en el
momento de descubrir quién era, o quienes eran, sus secuestradores, que la
liberara. Acaso era esta la respuesta.
Y cuando al fin
presintió la llegada de alguien más, porque ya no podía ver, los ojos se le
estaban cerrando del todo y un escalofrío le recorría todos los organismos de
su interior. La ayuda llegaba.
Pero, y esto lo
presintió entre intervalos. Quien había llegado estaba haciéndole algo a su
salvador. Le pareció escuchar amenazas, sonidos distantes y al fin, perdió el
conocimiento. Pero antes, emitió un nombre.
La ambulancia
llegó por el norte y se colocó, de inmediato, entre la patrulla y los dos
cuerpos en el suelo. De inmediato, dos paramédicos salieron corriendo a
analizar la situación. Abrieron las puertas traseras y de inmediato bajaron una
camilla de ruedas desplegables. La llevaron al lugar, escucharon las
indicaciones del policía quien aún seguía agachado, ahora presionando un
apósito contra la herida de la muchacha y la levantaron con mucho cuidado.
Jorge, desde el
suelo, con gran alivio, vio como sucedía todo eso. Y cuando al fin la
ambulancia partió con las sirenas e intermitente a todo su poder, por fin,
respiró tranquilo. Suspiró.
—Y ahora, amiguito
—le dijo el policía al tiempo que recogía su pequeño maletín de primeros
auxilios— ahora vamos a la comisaría.
—Pero… —trató de
decir.
—Nada de peros.
Andando.
Con la mano libre,
el oficial Miller, le ayudó, o mejor dicho, lo suspendió desde el suelo hasta
incorporarle.
—Mi mochila —dijo
Jorge al tiempo que se volvía y con la cabeza indicaba donde estaba dicho
objeto.
El policía se
detuvo un momento y miró hacia donde estaba el bulto.
—Ya la recojo,
luego. Camina.
Caminó hacia la
patrulla y allí el oficial le preguntó:
—¿Me darás
problemas?
Jorge negó de
inmediato.
El policía abrió
la puerta trasera de la patrulla y le empujó la cabeza para que se agachara
antes de meterlo. Luego lo empujó por la espalda y cuando estuvo en el interior
le dijo:
—Eres inocente
hasta que se demuestre lo contrario. Recuérdalo. Y se te llevará a la
comisaria. Allí haré mi informe y esperaremos para saber si hay cargos en tu
contra.
Jorge asintió y la
puerta fue cerrada en su presencia con un golpe que le sonó terrible y hueco.
Preso por primera vez y por ayudar a una persona. Esperaba que lo que acababa
de decir el policía fuera cierto.
Vio al uniformado,
dar la vuelta a la patrulla, abrir la puerta del acompañante, inclinarse y
colocar el pequeño botiquín bajo el asiento. Removió algo allí y se miraron. No
había rencor ni miedo en aquellas miradas. Simplemente una especie de
comprensión tácita.
Después de
mirarse, el policía, cerró la puerta, fue por la maleta y notó, Jorge, el
esfuerzo que hacía al levantarla. Luego, avanzó hasta la parte trasera del
auto, abrió el baúl y allí la depositó. El movimiento del automóvil al ser
acomodada aquella en el interior, fue algo leve, pero violento.
—Vámonos —dijo el
policía en el momento que otro automóvil, también de la policía, pero casi
cuadrado se acercaba al lugar—. Ellos se encargarán de aislar este lugar, tomar
fotos y muestras.
Era la primera vez
que Jorge Romero, alias el profe, según sus alumnos, era introducido en una
zona protegida por policías. Toda su vida, y quizás por eso le entregaran la
visa con mucha facilidad en la embajada norteamericana, su expediente personal
se mantuvo limpio. Aquello, si no se equivocaba, y en un lugar equivocado,
acabaría con su record. Pero no le importaba. Lo importante era haber salvado
una vida. O eso creía.
La patrulla, a
velocidad moderada, entró en la comisaría. Se trataba de un edificio muy alto y
ventanas de vidrio oscuro. Supo que era el cuartel de la policía porque allí
estaban más de diez unidades estacionadas. No tenía, el edificio, un rótulo
distintivo. Era negro como la misma noche.
—Vamos adentro,
amigo.
Fue llevado
adentro con todo y mochilón.
Dicen que una
cárcel es una cárcel en cualquier parte del mundo porque su objetivo es único:
privar de la libertad. Pero, la diferencia, entre un local y otro, siempre
varía. Hay distintos tipos de celdas. Y a la que llevaron a Jorge, después de
obligarlo a buscar una camisa en su bolso y guardar éste último en un lugar
seguro, era de esas primeras en las cuales meten a un montón de sospechosos en
espera de veinticuatro, o cuarenta y ocho horas antes de que se presenten los
cargos por el delito detenido.
En el interior,
estaban acomodados, como podían tres personajes.
¿Puedo hacer una
llamada? Quería preguntar, pero sabía que de nada serviría. Si treinta y tantas
habían fallado, una más no sería la excepción. Así que no dijo nada y entró a
la celda. La reja se cerró y el policía se alejó dejándole con su nueva
compañía.
Observó a sus
compañeros de celda y se preguntó qué tipo de delitos habían cometido para
estar allí. Su pinta era la típica del delincuente de las películas: pantalones
vaqueros anchos, gorras puestas del revés, tenis rotos o nuevos y tatuajes. Dos
eran negros y uno rubio como el sol. En aquel momento apenas se movieron cuando
él buscó un lugar en la larga banca de un costado. Por lo menos allí adentro el
clima era un poco más agradable que el del exterior.
Se sentó y apoyó
los hombros sobre los barrotes. Aún tenía manchadas las manos de sangre y
esperaba que eso atemorizara a aquellos tipos, pero al mismo tiempo se
preguntó: ¿Cuánta sangre puede contener un cuerpo humano? El olor a hierro
oxidado sólo quedaba ahora en su memoria.
Trató de olvidar
todo lo vivido hasta el momento, pero era imposible. Aún podía visualizar la
situación de la vida, casi escapándosele a un ser humano. Cerró los ojos y
emitió una diminuta oración hacia el cielo.
Y por cierto ¿Te
has preguntado qué pasará contigo, ahora?
No, por cierto. No
lo había pensado.
La situación era
sencilla: era inocente. Y si el sistema, en estados unidos en realidad
funcionaba, saldría de allí en menos de cuarenta y ocho horas. Pero si no, su
futuro era incierto y lo sabía. Posible encarcelamiento, y deportación.
Llegar hasta allí
para eso. Un viaje tan largo para verse envuelto en algo que no comprendía ni
quería comprender. El policía, al introducirlo en la patrulla le había dicho
que era inocente hasta que se probara lo contrario y esperaba que así fuera.
Se acostó sobre la
banca y enrolló los pies como los demás compañeros de celda y trató de caer en
la inconsciencia antes de que llegara el nuevo día.
Comentarios
Publicar un comentario