Capítulo 4


4

Entonces, si llegaría a casa antes del amanecer. Miró el reloj del tablero del automóvil y vio la hora: las tres y diez minutos. En menos de diez, si su cabeza seguía manteniéndose lúcida como hasta ahora, estaría doblando por la entrada de su casa. Miró hacia atrás, sus dos hijos, niña y niño, dormían profundamente, tirados, prácticamente, el uno sobre el otro y a su lado, su esposa, que había tratado de mantenerse despierta durante todo el trayecto para no inducirle a él al sueño, yacía, ahora, recostada sobre el vidrio de su derecha.
El café tomado en aquel Dunkin de paso era bueno y lo tenía allí ahora. El vaso, tal como los demás ocupantes de la cabina, estaba tirado, hacía más de dos horas, en la papelera de aquel parque donde, a fuerza de necesidad se había tenido que bajar a orinar. La ventaja de que era de noche era que no había nadie para juzgar sus actos. El lunes había comenzado y aunque sólo durmiera un par de horas antes de volver al trabajo, le era indiferente. Lo importante era estar de vuelta.
Sus problemas, lo sabía, eran sus problemas, pero también comprendía que todo el mundo, en sus propios mundos particulares, los tienen y que aprenden a vivir con ellos. Ganaba muy bien en la firma para la cual trabajaba. Se mataba como un mulo, como decía su esposa, pero valía la pena. Y aun así el dinero nunca abundaba. Tenía sus deudas, por supuesto, y haber tenido una sola oportunidad para ganar más le hubiera bastado para salir de todo y ser feliz.
Conocía de tipos, compañeros, que un golpe de suerte les había cambiado, para siempre la vida y ahora, eran felices. Aunque de esto último no estaba muy seguro porque no sabía de alguien que lo fuera. Comenzando por él.
Dobló por la avenida Ventura, ya faltaba muy poco. Más adelante doblaría hacia la izquierda y estaría en la 504 y de allí un par de kilómetros más adelante volvería a girar a la izquierda y entraría en su colonia.
Sintió un estremecimiento propio del sueño recorriéndole por toda la cabeza y se sacudió.
“No, ahora no” se dijo.
Llegó a la calle a doblar y dobló.
Sintió que el corazón se le estremecía y la mente se le nublaba de miedo al ver, apenas doblar, unos metros más allá de la trompa del vehículo, una de esas escenas que sólo en las películas de terror, o de suspenso suelen verse. Abrió los ojos como platos y de manera inmediata el sueño se evaporó.
En la orilla derecha de la calle, casi pegados a la acera había dos personas. Una estaba tendida sobre el pavimento y la otra estaba arrodillada sobre aquella. Parecía sostener algo sobre la frente de la otra y si sus sentidos no le engañaban, aquello que brillaba por el rostro, y las manos del individuo, el cual estaba sin camisa, era sangre. Sí, debía serlo. Brillaba y parecía haber mucha más en el suelo, justo debajo de la cabeza y se extendía como el agua derramada de un recipiente.
“Santo cielo” pensó al tiempo que sus dedos atenazaban con mayor fuerza el volante, lo giraba hacia la izquierda y empujaba un poco más el acelerador.
El automóvil, en la madrugada, corcoveó como un caballo azuzado y las llantas traseras chirriaron desprendiendo un hilillo blancuzco antes de hacer avanzar, a mayor velocidad el acero.
El hombre al volante, vio, con sumo terror, como una de las manos ensangrentadas del hombre sin camisa se levantaba y se movía, como si saludara y sus labios, lo del hombre sin camisa, parecieron emitir una palabra.
Se sintió un poco mejor cuando la escena quedó atrás y pudo contemplarla, solo por el retrovisor. El hombre, y el cuerpo, aparentemente de una mujer, quedaron atrás. El espejo se los mostró alejándose a gran velocidad de él.
Respiró, aliviado cuando comenzó a girar el volante hacia la derecha, la última curva antes de entrar a la autopista mejor conocida como la 405.
Sólo recordó este hecho por la tarde, después del trabajo, cuando encendió la televisión y vio la noticia en el noticiero de las siete. Quizás, se diría para entonces, esa había sido la oportunidad pedida. Pero la decisión había sido huir como un cobarde.

De ser policía, lo que más le fastidiaba, aunque juraría lo contrario en una tortura, eran los turnos de nueve de la noche a seis de la mañana. Prácticamente abarcaba dos días de trabajo en uno. Y sabía que a sus compañeros de profesión les sucedía lo mismo, pero nadie, también, aunque los torturaran, dirían lo contrario. Las horas nocturnas, por lo menos en esta zona de la ciudad de Los Ángeles, eran aburridas. Casi nunca sucedía nada y se la pasaba, de hora en hora, deambulando de un lado a otro como un perro nocturno y callejero.
Lo único interesante de esos turnos de nueve a seis eran las donas y el café. Y aunque no había echado, aún no, la panza de sus compañeros del cuerpo de tanto carbohidrato, azúcar y demás derivados de lo que comía en esas rondas era inevitable: en algo se tenía que utilizar el tiempo libre y los paladares.
A las dos y cuarenta y cinco de la madrugada de aquel nuevo lunes, seis de febrero (cómo pasa el tiempo cuando uno se divierte) se detuvo en un McDonald’s de la extensa avenida Ventura y pidió, en la ventanilla de autoservicio, una caja de seis donas y un vaso de muchas onzas de café caliente, sin azúcar por favor. La azúcar la tienen las donas. Y esperó la entrega escuchando las interminables voces de la radio que indicaban, a uno u otro patrullero diseminado por la zona, se movilizará, de inmediato, hacia cierto punto en conflicto. Borrachos, putas, choques, accidentes, todo eso. Nada extraordinario como una persecución o el asalto a un banco. Era muy raro que de la central le enviarán alguna actividad en esas interminables horas del turno de noche y mucho menos que él no pasara más allá de reportar su posición o entrada y salida de la central.
Le entregaron las donas en la bolsa de papel, pagó el importe y le desearon un feliz día.
“Feliz día” pensó con sarcasmo mientras ponía en movimiento el vehículo.
Entró de nuevo en la avenida Ventura y casi como un reflejo impuesto por la costumbre, tomó hacia el norte.
Patrullar. Así le llamaban a esa actividad de ir despacio en el auto, mirando hacia todos lados por si había algún conflicto típico de las grandes ciudades. Patrullar. Llevaba haciéndolo desde hacía más de dos años y a sus treinta eso era una palabra algo vacía. La emoción de los primeros días ahora era un simple recuerdo. Patrullar no era nada emocionante. Por lo menos en la zona asignada a él.
Patrullar consistía en manejar a menos de diez kilómetros por hora, por lo visto porque a treinta o a cincuenta no se podía tener una claridad del entorno y no quería, eso sí que nada pasara desapercibido a sus ojos.
Pasó, como miles de veces ya, según su registro de exageración de las cosas, una vez más ante los mismos lugares: parques, fachadas de edificios, semáforos… y a aquellas horas, casi las tres de la mañana, sólo de vez en cuando se veía un movimiento. Y dicho movimiento era de un auto alejándose o acercándose por la avenida. Nada más. Ni siquiera llevaban exceso de velocidad como para detenerlos, pedirles los papeles o realizar su tan esperada persecución con las luces y sirenas de la patrulla a toda revolución.
Lo más emocionante, que como policía había hecho, según su registro de exagerar, era haber detenido, por pura casualidad a aquel actor de cine llamado Jamie Cox. Y al final en vez de ponerle una multa terminó poniéndole la libreta para que se la autografiara. Eso, había sido lo más emocionante de su vida como policía.
En Tarzana, diez kilómetros más adelante, sabía, vivían muchos personajes famosos y quizás ir a dar una vuelta por allá le cambiaría un poco la vida. Miró el reloj y comprobó que eran las tres de la madrugada cuando se le ocurrió esto. Tal vez esto los sacaba un poco de su aburrimiento, y además, si tenía suerte, podía ver a alguna de aquellas estrellas sin firmamento, pero con muchos millones en el bolsillo. Detenerlos, para pedirles su autógrafo era algo vital. El de Jamie Cox ya le había reportado muchas miradas de admiración. Sobre todo, cuando contaba el hecho poniéndole, o quitándole detalles según la importancia de quien le escuchara. Por lo general siempre era poniéndole. Por supuesto. 
Se comió una dona y estaba por sacar una segunda el fondo de la bolsa cuando el reloj de la patrulla saltó a las tres y quince de la madrugada. En ese momento, pasaba por debajo del desnivel de la 504 y su intención era seguir avanzando en línea recta con rumbo hacia Tarzana. Su velocidad había aumentado a treinta por kilómetro y por costumbre, como cuando saliera del McDonald, era mirar hacia todos lados. Miraba hacia todos lados. Ningún automóvil se había cruzado en su camino desde hacía un kilómetro. Todo tranquilo.
Salió del desnivel y a la misma velocidad de crucero, volvió la cabeza hacia la derecha, allí donde una carretera lateral llevaba a la 504.
Sus ojos miraron, asombrados, una figura sin camiseta y otra tirada en el suelo a la luz de los faroles de la orilla y de inmediato frenó. Las llantas chirriaron y levantaron humito blanco. No iba muy rápido, pero fue tan rápido el frenazo que las llantas se resbalaron sobre el asfalto unos centímetros antes de detenerse y empujar al conductor hacia adelante. Las luces de la patrulla, intermitentes, aparecían y desaparecían sobre los objetos a su alrededor.
—¡Qué mier...! —exclamó poniendo el retroceso porque se había pasado unos cuantos metros de la entrada de la calle.
La patrulla retrocedió lo justo para doblar hacia la derecha y llegar hasta donde estaba sucediendo la acción. Mientras lo hacía, el patrullero, oprimió, con el corazón latiéndole rápido, el botón del radiotransmisor y dijo:
—Aquí unidad 345. Posible 10-30, repito, posible 10-30 en la avenida Ventura, salida a la 504, en la esquina del Colorado Rand y el paso a desnivel… procedo a acercarme al lugar. Son dos individuos, uno sin camiseta y el otro posible 10-4.
—Enterados 345. Ambulancia y apoyo en cinco minutos.
—Entendido.
Aparcó, el vehículo patrulla, pero antes hizo sonar dos veces la sirena para que los involucrados supieran de su llegada, algo innecesario porque con las luces ondeando a toda velocidad y el sonido del frenazo ya debían de estar enterados.
Puso el freno de mano y con cautela extrajo de la cartuchera, el arma reglamentaria.
No podía negarlo, aquella noche era diferente a los miles de noches anteriores. Esto no Jamie Cox, posiblemente lo podría superar. Ya se imaginaba presumiendo ante sus conocidos del cuerpo: entonces, me acerqué a ellos con la pistola en las manos, apuntándoles y advirtiéndoles que no se movieran o si no disparaba.
Abrió la puerta con la mano izquierda, bajó el pie sobre el asfalto y comprobó que el clima de la madrugada era muy frio. Así que sólo de ver a aquel individuo sin camiseta, ya un policía, u otra persona con tres dedos de frente podría decir, asegurar, que todo aquello era muy raro.
Cuando hubo puesto el otro pie fuera de la auto patrulla empujó la puerta para cerrarla y apreció aún mejor la escena ante él. Un hombre sin camisa arrodillado, casi encima, le dijo su cerebro acostumbrado a la violación de la ley por parte de los demás (todos son culpables antes de que se demuestre lo contrario), y una mujer tendida en el suelo, no podría ser más que una cosa. Además, allí cerca no había ningún vehículo para asegurar que todo aquello era fruto de un accidente.
“Violación”, le dijo de inmediato su mente, avalado por las evidencias que sus ojos estaban captando justo en aquel momento.
Colocó la pistola al frente y apuntó al hombre que lo miraba, con ojos asustados, pero sin levantar las manos.
—¡Manos arriba! —gritó, aunque no era necesario hacerlo (la costumbre) debido a la ausencia casi total de ruidos.
El hombre, agachado sobre la mujer, porque eso era: una mujer sin un zapato, levantó una mano, la izquierda en la cual tenía un papel manchado de: ¡¿Sangre?!
Acaso era sangre eso que se veía en su mano. De inmediato, alarmado, el agente Miller, porque ese era su apellido, dio dos pasos hacia la escena y repitió ahora tratando de poner más energía y seguridad en la voz:
—¡Manos arriba!
No le salió muy bien lo de la voz. Transpiraba temor.
Y por lo visto el individuo descamisado, notó sus rasgos típicos latinos, no le estaba haciendo caso, aunque le estaba apuntando con un arma cargada, reglamentaria y de la policía. Además, estaba la patrulla y el uniforme. ¡Por todos los cielos! ¿Acaso no lo podía entender? Él era un agente de la ley autorizado.
“En diez minutos” le habían dicho de la central llegaría apoyo y una ambulancia.
—Está herida —dijo el hombre hincado a unos cuatro metros de él— si le quito la mano de la herida…
—¡Las dos manos detrás de la cabeza! —volvió a gritarle al terco latino. Quizás un indocumentado más.
—No…
—Si se resiste al arresto puedo hacer uso de mi arma reglamentaria —le advirtió.
El hombre sin camisa tendría, según su apreciación, unos veintitrés años, como máximo, era de piel color café clara (típicos latinos), cabellos negros y ojos castaños. En el rostro se le notaba una gran angustia.
Claro, lo acababan de agarrar con las manos en la masa. O mejor dicho en el cuerpo de su víctima.
Le pareció que el tipo aquel dudaba un segundo, y luego pronunció, hacia la mujer en el suelo, a la cual él no le había visto aún el rostro porque el cuerpo del individuo se lo estaba tapando a la vista, unas palabras incomprensibles:
—Piense en las violetas… pronto, pronto vendrá la ayuda.
Luego, despacio, levantaba las manos y las llevaba, ambas a la parte trasera de la cabeza. El agente Miller, al verlas juntas, vio cómo se desprendía de aquellos dedos un líquido brillante.
¡Más sangre!
Primero dispara y después investiga, decía uno de sus compañeros de oficio. Sintió deseos de dispararle a aquel tipo y cualquier cosa que le hubiera hecho a aquella mujer, seguramente, no era tan malo como la bala que tenía ganas de meterle él. Pero se contuvo.
—¡Al suelo! —gritó ahora— sin hacer ningún movimiento sospechoso. Me voy a mover hacia usted. Si hace cualquier movimiento sospechoso no dudaré en disparar.
—Sí —dijo el hombre de las manos manchadas de sangre, sin mirarlo—, pero por favor, llame una ambulancia rápido. Por favor… por favor.
Y mientras decía eso se tendía sobre el pavimento, boca abajo, y colocaba de nuevo las manos detrás de la nuca.
Miller, sin apartar la mirada del individuo aquel, tomó las esposas del cinturón con la mano derecha y avanzó.
Se agachó, le colocó, primero una mano detrás de la espalda cerró la esposa y luego tomó la otra e hizo lo mismo, todo esto con una gran facilidad.
En ese momento, le pareció escuchar un suspiro leve a su izquierda, se volvió y miró a la mujer. Tenía el rostro cubierto de sangre y una especie de trapo sobre la frente, al lado derecho.
—Por favor. Por el amor de Dios —rogó el apresado desde el suelo— ayúdela… ayúdela.

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